lunes, 14 de julio de 2014

Comer en Bodegas - Lagarde

Las distancias en Mendoza se miden en medias-horas que te lleva viajar desde un lado a otro. Ponele que del centro de la ciudad hasta, Agrelo, tenés entre una y dos medias-horas. Tunuyán, entre dos y tres medias-horas. Todo en Mendoza queda lejos del resto.

Salvo algunas bodegas que están ahí, a menos de treinta minutos del centro, donde termina Godoy Cruz y comienza Luján de Cuyo. De hecho estas bodegas son divertidas para visitar en bici porque la cercanía con el centro las hace atractivas para el fan de GreenPeace como para el porteño que odia estar todo el día arriba del auto.

Sin contar que, si vamos a probar vinos, lo ideal sería no manejar.

Yendo por la famosa avenida San Martin, al 1745, te cruzás con la bodega. Depende del lado del que vengas seguramente te hayas cruzado con dos, tres o veinte bodegas diferentes. Si vas a ir en bicicleta, ¡cuidado!, el mendocino maneja bastante mal y ser atropellado es algo que no creo que quieras vivir, más si son tus vacaciones.

La Bodega Lagarde es hermosa porque se respira la antigüedad del edificio. Cuando pasamos por las habitaciones devenidas en parte del restaurante quería ir a buscar un pico y una maza para llevarme ese piso granítico delicado que me encantó. Pero creo que no está bien visto visitar una bodega para robarse los cerámicos, las aberturas...

Como toda visita a bodega prefiero destacar un par de puntos diferentes a otras bodegas: Lagarde busca cierta interacción con el turista. Por un lado tienen la posibilidad de que uno pase un rato de la mañana o la tarde cosechando racimos para después ver el funcionamiento de la despalilladora, la cinta de selección y demás partes del proceso del vino, y por otro lado está la posibilidad de hacer una especie de día de campo donde te sentás en el pasto a tomar vino y comer unas cositas saladitas que vienen en una canasta, como si uno fuese un inglés de pura cepa que pasa la tarde del domingo en el Hyde o el Regent's Park. 

Pasada la visita se vino lo mejor. 

Nos fuimos a sentar en una de las mesas del restaurante para empezar a degustar vinos. La cosa es que vino Juan Roby, el enólogo, que ya lo conocía de un evento un año atrás en Buenos Aires. Juan es un tipo simple, sincero, que ama lo que hace, disfruta del buen comer, y hasta creo que hace los vinos ricos porque le gusta descorcharse toda la bodega cada vez que se sienta un segundo para dejar de lado las corridas del día de vendimia.

Empezamos a probar vinos, y vinos, y vinos. ¿Qué te puedo decir yo que soy Fan de los vinos de esta bodega? Te puedo decir que el Guarda Cabernet Franc es uno de los exponentes de la cepa más delicados que tomé. Te puedo decir que el Primeras Viñas Malbec era uno de los vinos más pornográficamente deliciosos que había probado hasta que Juan me convidó con el nuevo Cabernet Sauvignon y me puse loco. 

Si yo me puse loco no se imaginan a La Guerrillera que me dijo: "Llevemos una caja", y yo le dije "Pero todavía no está a la venta" a lo que cerró la discusión con un "Ese es TÚ problema, el vino lo quiero en casa".

Bueno. El vino por suerte ya se vende en Buenos Aires. Y sí, como todo lo que le gusta a la mujer: cuesta tres cifras. Pero acá el precio bien lo vale. No es un vino para todos los días, pero sí es un vinazo para abrir en un cumpleaños, en un aniversario, o simplemente cuando te decís a vos mismo: ME LO ME-REZ-CO.

La cosa es que seguimos probando vinos y apareció Lucas Bustos (y digo apareció porque no fue planeado que caiga justo en ese momento).

Lucas es el chef de Entre Fuegos, el restaurante que tiene la bodega, pero a su vez también es chef para Melipal y para Ruca Malen. Lucas es un pibe más joven que yo que se dio la vuelta por el mundo cocinando, perfeccionándose y haciendo todo lo que yo no hice. Bien por Lucas. Mal por mí.

Pero tampoco tan mal no hice las cosas porque estaba ahí, disfrutando de lo que había pensado Lucas para el restaurante.

La idea del restaurante me gusta desde su lado rústico, donde ves como van prendiendo el fuego y sobre el fuego hay un par de planchas de hierro, de esas que cocinan siempre parejo, y si las sabés usar te permiten preparar platos magníficos con el calor de la misma naturaleza. Nada de gas. Madera, y una placa de hierro gruesa.

Les puedo decir cada plato que probamos, pero como el menú va cambiando de temporada les puedo decir algo más útil: cualquier cosa que cocinen en esa placa va a salir excelente. Mientras escribo y pienso en esa carne bien dorada por fuera y jugosa por dentro, con la sal gruesa que hace crunchy-crunchy mientras masticás y empieza a salir la saliva que recorre los costados de la boca, y de repente sentís esa acidez de los jugos de las berenjenas y los zapallitos cocidos en la misma plancha... mientras escribo se me hace agua la boca.

El vino, como buena llave maestra para la charla, quita esas inhibiciones que algunos tienen (y de las que yo soy carente), por lo que empezamos a describir los platos y Lucas no tiene la mejor idea que decir: "Los vegetales no son crocantes, son turgentes, porque (...)".

Todo lo que dijo después estuvo tapado por risas, comentarios sobre las turgencias de los pechos de una linda mujer, manotazos a las botellas para seguir tomando, y más risas, y más placer, porque lo que te hace sentir esta gente es eso, que estás en el patio de la bodega comiendo y riéndote, pasándola lindo, con gente que se rompe el lomo trabajando, pero que se toma ese minutito para bajar a la tierra, y ser feliz.

Podés leer el menú, te podés imaginar los platos, podés comprarte un vino, pero ese patio, ese clima, y ese momento, lo vas a poder vivir allá. Porque la vida es eso que se nos pasa mientras esperamos que lleguen las vacaciones para ser liberarnos y amarnos a nosotros mismos.

Hay Cabernet para rato.





El Guerrillero Culinario


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