jueves, 26 de junio de 2014

Comer en las Bodegas - Gimenez Riili

Cuando decidí escribir sobre mis experiencias comiendo en bodegas no sabía si hacerlo bodega por bodega, o escribir sobre las cuatro a las que fuimos de una sola vez. Este tipo de dudas las tengo más que nada porque chocan dentro mío las ganas por contar todo con lujo de detalles versus la realidad: se van a aburrir de tanto palabrerío... 

Ya sé que nadie se aburre de hablar de comida, pero tenía mucho para contarles, así que comencemos el viaje así:

Decidimos tomarnos las vacaciones en Mendoza por varios motivos, entre los cuales estaba el vino, aunque no era el único protagonista. Decís Mendoza y mundialmente la gente asocia con Malbec y Vino, y me atrevo a decir que primero la asocian con Malbec.

Pero Mendoza es mucho más que Malbec, y mucho más que vino. De hecho, me sorprendió mucho más su gastronomía que los vinos. Los vinos están al alcance de la mano en casi cualquier vinoteca del país, e inclusive se pueden conseguir alrededor del mundo. Hoy te podés tomar un vino de una bodega boutique frente a las Cataratas del Iguazú, mirando las luces de la costa de Valparaíso, o incluso en un bar sobre la peatonal Lincoln Road en Miami...

Sin embargo, Mendoza tiene algo que no se mueve, y es la Cordillera de los Andes. 

Todos los vinos mendocinos saben mejor en el lugar de origen. Porque todo lo que sentimos, no sólo depende de uno o dos de nuestros receptores. Puedo mirar el color de un vino en la copa siempre y cuando no tenga enfrente a mi hermosa mujer, o a la Cordillera de Los Andes. ¿Cuándo dejamos de ver las verdaderas maravillas del planeta para prestarle atención sólo a un color? ¿No sabe más rico el vino si lo probás al mismo tiempo que estás admirando una sonrisa, o un paisaje, o las hojas de los árboles que tiñen de ocre las rutas de ripio entre las vides?

Disculpen, pero para mí el vino es más rico si le puedo sumar eso, un lugar hermoso. Y Mendoza suma, mucho.

Arrancamos por la Bodega Gimenez Riili. Para llegar tenés que tomarte un rato largo, porque está bien lejos. Es de las bodegas que limitan con la montaña, allá por la zona del Valle de Uco, más precisamente en Tunuyán. Pero ojo, no es el centro de Tunuyán. Calculá al menos unos 20 minutos más de auto desde la ciudad hasta la montaña. 

Después de un rato zigzagueando en sentido a los picos, donde empezás a sentir esa soledad digna de la rusticidad del clima árido, los vientos intensos, la amplitud térmica que, al sol parece un infierno, y a la sombra pide abrigo, aparece la bodega.

Cuando pienso en el fin del mundo no me refiero al estrecho de Beagle, allá al sur de Argentina. Fin del mundo es, para mí, adonde ya la civilización no piensa avanzar. Llegando a la puerta de la bodega y viendo que, hacia adelante, lo único que había era un escenario indescriptible, no dan ganas de volver a la vida cotidiana.

Como siempre llego temprano, porque me gusta ser impuntual pero por adelantado, así que lo primero que hicimos fue pasear con Federico, la cabeza encargada de la bodega, para ir probando cuanto mosto de uva en fermentación y barrica se nos cruzaba.

Esto es lo que más me gusta de visitar Mendoza en plena Vendimia. La fiesta, vaya y pase. Las máquinas trabajando, sí, lindas, divertidas, pero... lo que me gusta es probar las uvas, el vino que todavía no es vino, el que está empezando a serlo, y el que recién egresa, pero que todavía no tiene experiencia laboral.

La uva del Malbec, por ejemplo, es una uva chiquitita, con una pulpa clara casi verdosa, unas pepitas que viran del beige al marrón chocolate justo cuando está en plena maduración, y una piel firme pero suave, astringente pero delicada, y de sabor muy dulce. Ni se compara con las uvas típicas de mesa que comemos siempre. Si pueden, destinen un viaje a visitar Mendoza en esa época y prueben. Prueben todo.

El tema es que había llegado temprano y después de probar algunos derivados de la vid conocí al americano que se había instalado en la bodega para cocinar. A un porteño le decís que va a comer comida argentina hecha por un estadounidense y desconfía. 

Pero aprendí que tengo que dejar de lado los prejuicios. 

Porque este yankee hizo un pollo al disco como pocos pollos al disco he comido. Sabroso, con sabor a pollo verdadero, no esos preparados hervidos que se parecen más al alimento balanceado; éste tenía ese sabor a pollo intenso, con el juguito que había desprendido de la cocción, impresionante!!!... Venía de comer una trucha excelente, con la piel bien dorada pero con la carne todavía jugosa, punto especial para este tipo de pescados grasos. Y después nos servirían varios cortes de carne con unas papas al horno de barro que tenían sabor a cocción de campo, porque estábamos ahí, en medio de la nada, y repletos de todo. Hasta había una opción vegetariana que era tentadora... ¡Sí! ¡Algo vegano y tentador! ¡Imaginate lo bien que cocina este americano que casi-casi pruebo las berengenas!

Pero no. Mejor estaba el pollo al disco.

El vino que más me gustó de la bodega fue el Buenos Hermanos Merlot, un vino sencillo, frutal, jugoso, fácil de tomar, e ideal para acompañar cualquier momento hermoso que uno desee vivir. Me gusta la versatilidad de las cosas, por eso veía a MacGyver, ese tipo hacía cualquier cosa con cualquier cosa. Bueno, este vino es así. Se adapta a lo que se venga, sea asadito, guiso de pollo, o inclusive la trucha, que muchos la comerían al costado de un espumante o un blanco. A la trucha le puse Merlot, y "a la grande le puse Cuca"

Después nos tiramos un poco en el pasto y en las camas hechas de barricas de vino, y dejamos que el día se termine de a poco con la ilusión de que se convierta en eterno.



El Guerrillero Culinario


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