lunes, 21 de octubre de 2013

L'Eau Vive - Porque la comida es sagrada

A mi vieja le gusta mucho salir afuera. Es del tipo de madres que se pintan, se cortan el pelo, se hacen las manos y los pies y se visten con sus atuendos para casos especiales. Hay muchas madres así. No debo ser el único que tiene una madre salidora.

Llegado su día, teníamos dos opciones: o congregar a todos en mi casa, como cancha de Velez Sarsfield llena de testigos de Jehová, o ir a comer a algún lugar.

A la mámele se le vino a la cabeza un restaurante específico al que había ido junto con mi viejo, vaya a saber uno hace cuantas décadas, en el alejado barrio de Luján, unos 2 peajes y 65 kilómetros afuera del anillo que divide al PRO del Massismo.

Resulta ser que, allá por los ochentas, mi vieja conoció L'Eau Vive (en Constitución 2112, Luján, Tel: 02323-421774), un restaurante de estilo francés dentro de un convento más conocido como "el restaurante francés de las monjas de Luján". Si te llegás a perder, no se te ocurra decir su verdadero nombre. Ahí se lo conoce como "el de las monjitas", te guste o no te guste.

Cuestión que aterrizás en el restaurante, a un toque del acceso oeste, con estacionamiento propio y sin que te cobren nada. Algo que ya no se ve en el país.

Con unos parques muy lindos, ideales para salir a oler flores y hacer de cuenta como si nos interesara algo más que el morfi, con varios salones dispuestos en un edificio bajo, estilo ochentoso, comienza el ágape.

Lo ideal es llamar y reservar. De esa forma estás seguro que no vas a encontrarte con la mala suerte de hacer 70 kilómetros al reverendo "cuete" (no creo que las monjas estén muy de acuerdo en que use reverendo y seguido un insulto). Casi seguro te atienda una africana de alguna de las colonias francesas, con un español básico, pero con una sonrisa de oreja a oreja. 

Si hubo un tema que surgió en medio de la comida fue la energía positiva de las mozas que te llevan a tomarte todo con calma. Imaginate que, si un día común, el salón de un restaurante es un caos, el día de la madre debería ser una escena de Guerra Mundial Z. Pero no. La gente estaba tranquila, relajada, en paz.

Y eso que debo ser el que más alejado de la religión hayan conocido.

Vayamos a lo importante y dejemos de lado la buena onda con su lentitud correspondiente de las monjamozas. La comida es, en cierta forma, francesa. No voy a decir que es 100% francesa por dos motivos: no soy francés como para decirlo, y me resultó muy parecida pero con algunas adaptaciones a los platos que probé allá.

Entre las entradas están las dos más clásicas que te van a servir en París: la sopa de cebollas (con o sin gratinado) y el paté al coñac. La sopa es grande, tiene bastante queso, bastante pan, pero poca cebolla. Sigue siendo un golazo, si no fuese porque ese día se sentían los 28ºC y no pintaba lindo como para algo tan caliente. Un día de invierno te la tomo casi-casi como un principal.

Por otro lado estaba el paté, servido tal cual lo comí allá, con esa textura cremosa, casi a manteca y grasa fría, suave, poco aromático. Es una entrada para compartir, no por el tamaño, sino por la cantidad de grasa que tiene. Un paté para cuatro es una excelente división de lípidos. Todos llegan al verano sin tanta panza.

La carta es una mezcla entre platos franceses y algunos platos para los SinPaladar de la familia, algo que no veo para nada mal porque, por ejemplo, Sarkis fue uno de los elegidos para ir a festejar el día de la madre, pero fue descartado porque dudo que mi cuñado vaya a probar tan sólo un plato. En el fondo, lo que coman los demás, nos da igual.

Yo me pedí el pato con manzanas y arroz. Le pongo 95 puntos guerrilleros a un platazo que recomiendo vayan a probarlo. El pato estaba perfectamente cocido y la salsa reducción de pato y un toque de naranja (en este caso) era muy buena. 

De la misma forma que el pato, el cordero fue igual de glorioso con su salsa más pesada y las papas dauphine (son como unos souffles de papas fritos). La guerrillera optó por un plato de sabores más marcados, que puede confundirse con cualquier guiso de cordero que hace algún campechano en el interior.

El faisán que se pidió mi vieja tenía una salsita muy buena, con sabor a limón, que intentaba sacarle un poco el amargor de la carne de caza. Otro plato muy bien logrado, aunque si tengo que elegir, me quedo con el pato.

Otro clásico fue el tournedo de lomo, la cabeza dorada en la sartén tan solo con manteca, sal y pimienta. Si no fuese porque se pidió bien cocido y vino a punto, podía ser perfecto. A mi me gustó en el punto que lo sacaron, pero mi hermana es medio maricona y lo quería seco como lengua de loro.

Los postres no son en absoluto franceses salvo que consideremos al helado un parfait y al flan un crème caramel. Si los mirás de reojo podés decir que son franceses. Aunque para eso habría que quitarle el dulce de leche.

El hecho es que, al final del día, gastamos $1100 para 6 adultos y un niño, con un vino, 2 aguas, 4 cocas, 6 platos, 1 medio plato (menú infantil), 3 entradas, 4 postres y un café. A simple vista, para la cantidad de comida, la atención y lo bien que terminamos pasándola al final mientras nos sacábamos fotos en el parque, las sonrisas costaron bien barato.

Lo único que importó fue darle el gusto a la vieja, que se merece rememorar todos los momentos.




 
 
El Guerrillero Culinario

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1 comentario:

Milanga Nessi dijo...

Excelente reseña...desde haedo me queda cerca...alli ire...saludos!